Por Chris Zelglia, para la Cobertura Colaborativa NINJA COP30

En el debate sobre el clima, se manifiesta como algo urgente. Todos están exhaustos, alarmados, al límite de sus fuerzas. Sin embargo, ¿quién tiene la libertad de permitirse esa fatiga?

Hay cuerpos que nunca tuvieron la oportunidad de descansar. 

Mientras que algunos discuten el burnout (estrés crónico) ambiental en encuentros internacionales, otros experimentan el colapso climático como parte de su día a día: hambre, falta de abrigo, polución, desplazamiento forzoso. 

La crisis climática es desigual, así como el cansancio 

Lo que es considerado agotamiento emocional por algunos, para otros representa la herencia de siglos de explotación y abandono por parte del Estado. 

Es en este abismo que la noción de fatiga global rebela su base ideológica, en la cual se agranda el sufrimiento, pero no la responsabilidad colectiva. 

No todos tienen la posibilidad de agotarse en favor del planeta, puesto que no todos son reconocidos como seres dignos de cuidado. 

El capitalismo emocional transformó el colapso en una cuestión estética. El agotamiento se transformó en una señal de compromiso. Cuando hablamos de que el colapso se transformó en una cuestión estética, estamos referimos a la forma en la que el sufrimiento y el agotamiento pasaron a ser símbolos de compromiso moral. En la lógica del capitalismo emocional, sentirse exhausto por el planeta se convierte en una especie de sello de autenticidad: cuanto más alguien demuestra su fatiga e indignación, más comprometido parece estar con la causa. Esa dinámica transforma el cuidado en una performance y el malestar en lenguaje de pertenencia, desplazando el foco de la transformación colectiva para la expresión individual del desgaste. 

Sin embargo, el activismo exhausto es solo viable para los privilegiados, aquellos que pueden parar, doler, tratarse y retomar. Comunidades tradicionales, mujeres negras y trabajadores en condiciones precarias no poseen ese intervalo simbólico. 

Las políticas climáticas frecuentemente operan con esa falta de percepción emocional: promueven una empatía global, pero desconsideran que la degradación ambiental y el desgaste mental son distribuidos de acuerdo con la jerarquía racial y económica del mundo. 

Existen cuerpos que sustentan la vida de los otros y que, así mismo, no son reconocidos como vidas que tienen valor. 

Por lo tanto, discutir la salud mental dentro de la crisis ecológica es abordar la desigualdad. Es entender que el agotamiento es una cuestión política y que el descanso es un derecho negado a mucho en nombre del progreso, de la producción y hasta de la sustentabilidad. 

Precisamos de una ecología de cuidado que considere el peso desigual del colapso. 

Reconocer que hay cuerpos, lugares y subjetividades sobrecargadas es el primer paso para crear políticas que no idealicen el agotamiento, pero que lo eviten.

Proteger a aquellos que cuidan – mujeres, comunidades ribereñas, pueblos indígenas, trabajadores invisibles – es el comienzo de una verdadera justicia climática. 

Sin la redistribución del derecho al descanso, no conseguiremos preservar un planeta sustentable. 

Aquí hay algunas reflexiones y posibles sugerencias: 

No todos experimentan el cansancio de manera similar. El agotamiento también es una cuestión de privilegio

Sugerencia: comparte con quien discute cuestiones climáticas, pero ignora el aspecto corporal. 

El activismo no debe llevar a la autodestrucción. Cuidar de uno mismo es parte de la lucha

Sugerencia: guarde esta idea para acordarse de que el descanso es una cuestión política. 

Sin justicia afectiva, no hay justicia climática. Cuidar de los agotados es cuidar del planeta. 

¿Quién tiene el derecho al descanso en tu territorio?