por Camila Barraca

La Declaración de Belem, firmada durante la Cumbre de Líderes de la COP30 y respaldada por una amplia coalición de países y por la Unión Europea, recoloca el hambre en el centro de la agenda climática y retoma una realidad que muchas comunidades viven desde mucho antes de que sea reconocida por la política.

El documento reúne naciones de América Latina, Caribe, África, Europa y Asia y establece compromisos orientados a la ampliación de la protección social y la destinación más justa del financiamiento climático para pequeños productores y trabajadores que viven de la producción de alimentos en pequeña escala. Este movimiento internacional dialoga con las prácticas mucho más antiguas que cualquier directriz técnica, ya que garantizar alimento en tiempos de inundaciones, sequía, abundancia o escasez siempre dependió de un conocimiento que nace del territorio, del cuidado de las semillas, del fuego que pide tiempo y de la habilidad de transformar lo que se tiene en comida.

Ese saber no surgió de manuales ni de laboratorios. El conocimiento humano siempre se formó acompañando los ciclos de la naturaleza, observando el ritmo de las lluvias, el comportamiento del suelo y el tiempo que cada semilla precisa para despertar. Así se organizan modos de plantar, recoger y cocinar que atraviesan generaciones y sustentan comunidades enteras. La tradición alimentaria, más allá de una práctica cultural, es también un pacto con el tiempo, una forma de permanecer en diálogo con la tierra y con todo lo que ella ofrece.

Reivindicar el derecho al tiempo, en este escenario, significa defender también el derecho de aprender con la naturaleza sin la prisa que el mundo intenta imponer. Cocinar, plantar y cuidar son gestos que piden paciencia y continuidad. En una sociedad que acelera la producción hasta el límite de agotar los recursos, recuperar ese ritmo es recuperar la propia posibilidad de alimentar el futuro.

Es por esto que la Declaración de Belem reconoce que los cambios climáticos agravan el hambre y afectan con más fuerza a poblaciones vulnerables, rurales y tradicionales. El documento deja en claro que no existe un enfrentamiento a la crisis climática sin enfrentar, al mismo tiempo, la desigualdad que define quién tiene acceso al alimento y quien convive diariamente con la amenaza de la escasez.

Las medidas propuestas apuntan a políticas de adaptación centradas en las personas, con protección social adaptativa, fortalecimiento de las ciudades locales y condiciones más justas para agricultores familiares, pescadores artesanales, pueblos indígenas, comunidades extractivas y trabajadores que dependen de la tierra y las aguas. También enfatizan la urgencia de ampliar el acceso equitativo al financiamiento climático para quien produce en pequeña escala, grupo históricamente distante de las inversiones que dan forma a las políticas globales.

Los compromisos asumidos incluyen ampliar la protección social en países en desarrollo y garantizar recursos directamente a la agricultura familiar y a los pequeños emprendimientos agroalimentarios. El hambre aparece, en la Declaración, como consecuencia directa de la crisis climática, y las soluciones son presentadas de forma inequívoca: es preciso colocar a las personas en el centro de las decisiones, y no al margen de estas.

Al priorizar a pequeños productores, mercados locales y política que protegen a quien trabaja en la tierra, la Declaración de Belem reafirma un principio que las tradiciones alimentarias siempre supieron sustentar. Enfrentar el hambre exige escuchar a quien cargo, en el plato y en la memoria, el conocimiento acumulado de generaciones.

Al final, el documento revela lo esencial, ya que sin proteger a quien guarda estos conocimientos, no hay clima que se sustente y no hay país capaz de alimentar el propio futuro.