Nicole Grell Macias Dalmiglio, de la Cobertura Colaborativa NINJA en la COP30

En las conferencias climáticas, Brasil ha apostado por la Amazonía como su principal credencial verde. Pero ambientalistas advierten que esa narrativa trae consigo un efecto colateral cada vez más evidente en cada edición de la COP: el borramiento del Cerrado, un bioma decisivo para la estabilidad hídrica y climática del país.

La invisibilidad del Cerrado no se explica por una menor relevancia ecológica, sino por un proyecto histórico que lo clasificó como territorio “apto para la conversión”, reduciéndolo a la lógica de la expansión agrícola.

En un artículo publicado en el portal Terra, durante el primer día de la COP30, la investigadora Angelita Pereira de Lima —profesora del Programa de Posgrado Interdisciplinario en Derechos Humanos de la Universidad Federal de Goiás (UFG)— señala que para que Brasil lidere una transición hacia un desarrollo inclusivo y sostenible, es indispensable adoptar políticas de protección al bioma.

Esa posibilidad depende de reconocer una verdad elemental que ha sido sistemáticamente olvidada: sin Cerrado no hay Amazonía; y sin Amazonía y Cerrado integrados, no habrá liderazgo climático brasileño. “Defendemos dos ideas centrales: la ventana política y tecnológica para que Brasil encabece un nuevo modelo de desarrollo está abierta, pero esto exige abandonar la frontera rígida que trata al Cerrado como territorio sacrificable para ‘salvar’ la Amazonía”.

Es decir: el bioma que abastece ríos, acuíferos y ciudades no puede seguir ausente de las principales mesas de decisión climática. Especialmente considerando que es el segundo mayor bioma del país, con el 23,3% del territorio nacional (198,5 millones de hectáreas), según datos actualizados del MapBiomas de 2024.

El Cerrado es el corazón hídrico de Brasil. Atraviesa doce estados, alimenta ocho de las doce grandes cuencas hidrográficas y sostiene acuíferos como el Urucuia y el Guaraní. Su vegetación —de raíces profundas y suelos de alta infiltración— constituye una infraestructura ecológica que ninguna obra humana puede sustituir.

Diagnósticos del Ministerio de Medio Ambiente de Brasil y evaluaciones del IPBES muestran que las funciones hidrológicas del Cerrado son esenciales para mantener el régimen de lluvias en vastas regiones del país.

Hoy, el bioma concentra cerca del 60% de toda la deforestación reciente de Brasil. Esa pérdida territorial erosiona directamente la función ecológica que lo convierte en el «cuna de las aguas» (berço das águas, en portugués): alberga ocho de las doce grandes cuencas hidrográficas, alimenta tres de los acuíferos más importantes del país (Guaraní, Bambuí y Urucuia) y posee suelos cuya infiltración natural permite recargar sistemas subterráneos cruciales para el abastecimiento humano, la producción de alimentos y la regulación climática.

Cuando la deforestación elimina esta vegetación —casi la mitad del Cerrado ya fue convertida, según MapBiomas 2024—, el país pierde capacidad de infiltrar y almacenar agua; pierde manantiales, pierde ríos. Por eso, cuando el Cerrado pierde territorio, pierde agua. Y cuando Brasil pierde el agua del Cerrado, se desvanece la base hídrica que sostiene la agricultura, el abastecimiento urbano, la generación de energía y la estabilidad climática que mantiene el país en funcionamiento.

Según MapBiomas, solo el 54,5% de la vegetación nativa del Cerrado permanecía en 2022, con una reducción drástica de las formaciones sabánicas. El estudio Uno de cada cuatro municipios del Cerrado tiene menos del 20% de vegetación nativa revela un nivel de degradación tan profundo que compromete su capacidad de regeneración y empuja al bioma hacia un punto de quiebre.

La expansión de la frontera agrícola —especialmente en el Matopiba (región conformada por Maranhão, Tocantins, Piauí y Bahía)— no se limita a ocupar tierras: reorganiza de forma violenta los hidroterritorios.

Al divulgar los datos de pérdida de vegetación nativa, la analista del IPAM y del equipo Cerrado MapBiomas, Bárbara Costa, destacó:

“El Cerrado viene siendo transformado a un ritmo acelerado en las últimas cuatro décadas. Hubo mayor supresión nativa entre 1985 y 1995 y, después, la agricultura se expandió y se intensificó, consolidándose como la región central de la producción de granos del país”.

Monocultivos de soja y algodón demandan volúmenes enormes de agua, presionan acuíferos y secan manantiales; el uso masivo de agrotóxicos contamina pozos, arroyos y ríos enteros; la grilagem (apropiación ilegal de tierras) privatiza cursos de agua y desplaza comunidades que dependen de ellos.

Más recientemente, el Matopiba se consolidó como la principal frontera agrícola, “concentrando gran parte de la pérdida reciente de la vegetación nativa remanente del bioma”, señala Bárbara.

El antropólogo Alfredo Wagner de Almeida, al reflexionar sobre cartografías sociales y etnoterritorios, subraya que no existe conflicto ambiental que no sea también un conflicto territorial. En el Cerrado, esto es evidente: donde avanza el agronegocio, se rompe la continuidad territorial de las comunidades y, con ella, sus sistemas de manejo, sus relaciones con el agua y su conocimiento ambiental.

Territorio, en este contexto, no es suelo: es infraestructura ecológica, memoria, saber, manejo y reproducción de la vida. Por eso, pueblos indígenas, quilombolas, geraizeiros, quebradeiras de coco, ribeirinhos y pueblos de fondo y fecho de pasto afirman que defender el Cerrado es defenderse a sí mismos. Y si entendemos que no existen territorios vacíos sino territorios disputados, en el Cerrado esa disputa es profundamente desigual: de un lado, corporaciones con capital, tecnologías extractivas y respaldo estatal; del otro, comunidades que han preservado el bioma por siglos —como los pueblos Xavante, Xerente, Krahô, Karajá y Avá-Canoeiro, además de quilombolas, geraizeiros, quebradeiras de coco babaçu, vazanteiros y ribeirinhos— y que enfrentan violencia, amenazas, expulsiones y criminalización.

La presencia de estas comunidades en la COP transforma radicalmente el debate. Ellas desmontan la narrativa de que el Cerrado es un “bioma secundario” y muestran que su destrucción compromete la estabilidad hídrica nacional, la seguridad alimentaria, la biodiversidad y la supervivencia de los demás biomas.

La presidenta de la Rede de Sementes do Cerrado (RSC), Anabele Gomes, afirma que participar en la COP30 es una oportunidad para visibilizar prácticas de restauración conducidas por comunidades y pueblos tradicionales:

“Las redes de semillas muestran que es posible restaurar y, al mismo tiempo, fortalecer los vínculos sociales y económicos en los territorios. Estar en la COP30 es reafirmar que la restauración inclusiva se construye con muchas manos y que los pueblos del Cerrado tienen un papel clave en la agenda climática global”.

La actuación de la red evidencia esta perspectiva: sus proyectos de restauración ecológica con semillas nativas reconstruyen el bioma desde la lógica de los propios pueblos que lo manejan y dependen de él. La RSC muestra que restaurar el Cerrado no es un ejercicio técnico, sino territorial: solo se puede restaurar aquello cuyo sentido territorial se conoce.

La dimensión socioambiental adquiere otra profundidad cuando entendemos que el agua del Cerrado no es un recurso, sino una relación. Una relación entre suelo, raíces, clima, ríos y modos de vida. Cuando el Cerrado es destruido, no se pierde solo cobertura vegetal: se pierde la red de relaciones que mantiene al país en pie. Por eso activistas señalan en la COP que el Cerrado no compite por protagonismo con la Amazonía: ambos conforman sistemas interdependientes. Las aguas del Cerrado alimentan a la selva; la humedad amazónica retroalimenta al Cerrado. Ignorar esta interdependencia es insistir en una política ambiental fragmentada e incapaz de responder a la crisis climática.

Lo que está en juego es la propia noción de desarrollo. La COP evidencia que Brasil intenta proyectarse como liderazgo climático, pero internamente mantiene un modelo basado en concentración de tierras, destrucción de hidroterritorios y expulsión de pueblos tradicionales. Por eso, cuando las comunidades del Cerrado denuncian su borramiento, no reclaman solo visibilidad: demandan otro modo de organizar el territorio.

Y aquí reside el punto central: no existe futuro climático sin Cerrado, porque no existe futuro climático sin territorio, agua y pueblos. El bioma que el Estado insiste en tratar como espacio disponible es, en realidad, la base sobre la cual se sostiene la vida del país. Si la Amazonía inspira el imaginario global, el Cerrado sostiene la tierra. Y ningún país permanece de pie cuando su suelo desaparece.