Raul Mareco, de la Cobertura Colaborativa NINJA en la COP30

En mayo de 2024, Rio Grande do Sul se sumergió en una calamidad climática sin precedentes en su historia. Tras semanas de lluvias torrenciales, resultado de fenómenos meteorológicos extremos intensificados por la acción humana, el estado enfrentó inundaciones devastadoras.

En la antesala del inicio de la COP30, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el 7 de noviembre, el corazón de Paraná fue sacudido por un evento climático extremo en el municipio de Rio Bonito do Iguaçu, donde un tornado de 330 km/h destruyó el 90% de la ciudad.

Estos desastres no fueron una simple casualidad: representaron el desenlace de un escenario previsible, en el cual la crisis climática coincidió con décadas de decisiones administrativas equivocadas.

Rio Grande do Sul

Las inundaciones en Rio Grande do Sul confirmaron un futuro ya anticipado por la comunidad científica, ante el cual el estado se mostró trágicamente despreparado.

Las cifras revelan la magnitud de la tragedia. Entre 151 y 169 personas perdieron la vida, mientras que entre 44 y 104 permanecen desaparecidas. Entre 581 mil y 615 mil habitantes se vieron obligados a abandonar sus hogares. Más de 2,2 millones de personas —casi una cuarta parte de la población del estado— fueron afectadas directamente. Entre 458 y 471 municipios sufrieron impactos por las inundaciones, cubriendo más del 90% del territorio estatal.

En Porto Alegre, el Lago Guaíba alcanzó el nivel inédito de 5,35 metros, superando el récord de 4,76 metros registrado en 1941. Ese aumento rompió defensas históricas, inundó barrios, cerró el aeropuerto, paralizó servicios esenciales y dejó a cientos de miles de personas sin electricidad ni agua potable. En varias ciudades, las lluvias superaron los 300 mm en menos de una semana. Proyecciones del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) señalan que eventos de esta magnitud serán aún más frecuentes e intensos en el futuro cercano.

La ciencia identificó tres factores principales detrás del diluvio:

  • Un bloqueo atmosférico causado por un sistema de alta presión en el Atlántico Sur redirigió hacia el estado la humedad del océano y de la Amazonía a través del South American Lower-Level Jet (SALLJ), el Jet de Bajos Niveles de América del Sur, una corriente de vientos intensos que circula a baja altitud principalmente entre Bolivia, Paraguay, Argentina y el sur de Brasil.
  • Una corriente en chorro añadió inestabilidad adicional a las tormentas.
  • Y, por último, los efectos de El Niño y del calentamiento global aumentaron la probabilidad del evento en más del doble e intensificaron las lluvias hasta en un 10%.

Decisiones políticas inconsecuentes, tragedias anunciadas

El desastre no se limitó a los fenómenos meteorológicos. Fue una crisis moldeada por la historia política y administrativa del estado. Desde la década de 1990, decisiones como recortes del sector público y la adopción de políticas neoliberales debilitaron las estructuras de protección ambiental y urbana. La extinción del Departamento de Drenaje Pluvial (DEP) de Porto Alegre en 2018 agravó fallas ya existentes.

Diversas normativas ambientales fueron flexibilizadas, provocando una pérdida significativa de vegetación nativa. El abandono de sistemas de defensa contra inundaciones y la falta de mantenimiento de equipos agravaron los problemas, mientras la expansión urbana ignoró riesgos naturales y priorizó intereses inmobiliarios.

El resultado fue un aumento de la vulnerabilidad de las poblaciones más pobres, indígenas y quilombolas, expuestas a los mayores riesgos debido al déficit de planificación y a la lógica del lucro por encima de la vida. En un contexto de extremos climáticos y desmonte estatal, no basta con reconstruir; es imprescindible revertir décadas de negligencia y desregulación y apostar por acciones preventivas.

El río bonito que lloró

Paraná enfrentó este mes un episodio igual de alarmante. El tornado que afectó a Rio Bonito do Iguaçu, con vientos superiores a 330 km/h y clasificado entre F3 y F4, destruyó cerca del 90% de las áreas urbanas.

Para dimensionar su intensidad, la escala Fujita —que clasifica los tornados según su fuerza destructiva y la velocidad de sus vientos— va de F0 (mínima) a F5 (máxima). Un tornado F3 presenta vientos de 254 a 332 km/h, lo que provoca daños graves, destruye techos y paredes de estructuras sólidas, descarrila trenes, arranca árboles y lanza objetos pesados por el aire. Un tornado F4, con vientos de 333 a 419 km/h, causa devastaciones extremas: casas de mampostería pueden ser demolidas, autos y maquinaria pesada pueden ser arrojados a grandes distancias y los paisajes quedan completamente transformados.

Estos tornados representan un riesgo extremo para la vida y la infraestructura por su enorme potencia destructiva. El saldo fue de siete muertos, más de 750 heridos y mil personas desplazadas. Máquinas agrícolas pesadas fueron proyectadas a largas distancias, evidenciando la fuerza del fenómeno.

La movilización fue rápida: Bomberos, Defensa Civil, Ejército, organismos federales y la propia población actuaron con amplia solidaridad en un escenario de calamidad pública, apoyando la reconstrucción y la asistencia.

La COP30 no puede repetir el fracaso del Acuerdo de París

La COP30, celebrada en Belém (PA) y que reúne a líderes de casi 200 países, debe ofrecer encaminamientos prácticos basados en debates sobre las acciones necesarias para enfrentar la crisis climática.

No es casual que tragedias reales coincidan con encuentros diplomáticos que exponen la urgencia de actuar. No bastan acuerdos, stands con estéticas ajenas a las tragedias del sur, debates cargados de ostentación y paneles con exhibiciones cercanas al lujo, mientras todavía quedan escombros de las inundaciones y los tornados.

La retórica solo se convierte en acción efectiva cuando se acuerdan políticas públicas e inversiones serias destinadas a evitar nuevas pérdidas humanas y estructurales.

Era de extremos

Expertos coinciden en que Brasil y el mundo viven una era de extremos, con tormentas severas, sequías prolongadas, olas de calor y frío, todos más frecuentes debido al calentamiento global.

Según estudios del servicio climático europeo Copernicus, la temperatura global ya aumentó entre 1,3°C y 1,4°C desde la era preindustrial. Este cambio altera los patrones atmosféricos y vuelve cada vez más comunes tragedias como la de Rio Bonito do Iguaçu.

El Acuerdo de París, adoptado en 2015 por 194 países y la Unión Europea, tiene como objetivo limitar el calentamiento global a menos de 2°C, preferiblemente a 1,5°C por encima de los niveles preindustriales.

Los gobiernos se comprometieron a reducir emisiones de gases de efecto invernadero, revisar metas cada cinco años y buscar mecanismos de adaptación y financiamiento climático. Hasta ahora, a pesar de avances puntuales, el mundo no ha cumplido plenamente sus compromisos: las emisiones globales permanecen elevadas.

La mayoría de las metas nacionales está por debajo de lo necesario para garantizar el límite de 1,5°C. Es decir, el esfuerzo global sigue siendo insuficiente para evitar los efectos más graves de la crisis climática.

La COP30 puede ser crucial para movilizar financiamiento internacional, fortalecer infraestructuras resilientes, priorizar la prevención y el ordenamiento urbano sostenible, impulsar acciones de reforestación, monitorear áreas de riesgo y promover educación ambiental para preparar a ciudadanos y municipios.

Más que promesas, el futuro exige ejecución real: reconstruir lo perdido, reformar políticas públicas, invertir en sistemas de alerta y garantizar decisiones que prioricen vidas y ecosistemas por encima de intereses inmediatos.

Las tragedias en el sur muestran que los más vulnerables son quienes sufren de forma más devastadora. La respuesta debe ser colectiva e integrada: gobiernos, sociedad civil y sector privado. Es momento de no solo reaccionar, sino prevenir, transformar e innovar.

El legado de la COP30 no se medirá por los discursos en Belém, sino por la seguridad, la reconstrucción y la justicia social en las regiones afectadas. Lo que está en juego es el futuro de Brasil y del planeta frente a una crisis climática que dejó de ser predicción para convertirse en cotidiano.