por Rafaela Collins

La Amazonía siempre ha cocinado el futuro a fuego lento. Mientras las cumbres globales intentan encontrar respuestas para una crisis que acelera, hay quien sigue levantando ollas, tejiendo redes y alimentando territorios con lo que el bosque ofrece sin agotarse. Es en este encuentro de sabidurías ancestrales y urgencia climática que nace la trayectoria de Delicias Quilombolas, emprendimiento familiar de la periferia de Belem que, por medio del proyecto “Prato Firmeza Amazônia”, cruza la puerta del barrio y gana la COP30 como escaparate. La historia es de Ana Maria Amador Batista y de Eduardo do Espírito Santo Cravo, un matrimonio que transformó memoria, trabajo duro y cocina quilombola en estrategia concreta de adaptación, ingresos y resistencia cultural.

Ana Maria aprendió temprano que la comida es más que solo alimento. Es vínculo, cuidado y argumento político cuando todo lo demás falla. Renunció a su trabajo como empleada doméstica, después de realizar tareas generales, e irguió, con su marido e hijos, un negocio donde cada receta carga el acento de Marajó y el afecto de muchos domingos a la orilla del río. Ella habla de la familia de Gurupá con la lucidez de quien mide el tiempo por la cosecha de mandioca, por el camarón que escasea, por el pez que no llega con la misma abundancia. “La caza y la pesca están perjudicadas. Hay tiempos en los que no se agarra nada”, resume. La frase es inventario del clima. Está allí la curva de la sequía más larga, del calor más pesado, del agua que sube y baja fuera de hora. Cuando la cuenta del planeta llega a la mesa, quien cocina es quien lo siente primero.

Eduardo, compañero de vida y de hornalla, mira a la COP30 con la mente de gestor de operación y el corazón de guardián de recetas. Él sabe que la conferencia no perdona el imprevisto, que la cocina precisa ser ágil, segura y fiel al compromiso. Por eso escogió llevar un clásico de raíces: el frito del vaquero. Plato con DNA marajoara, nacido para conservar carne sin heladera, es tecnología alimenticia de bajo carbono mucho antes de que el “bajo carbono” se convirtiera en una jerga. “Vamos a trabajar con la carne bovina por la facilidad de acceso. El frito del vaquero es nuestro plato estrella para la COP, por su sabor y por la técnica que garantiza escala y calidad”, explica. Al lado, dan vuelta el pascado frito que conversa con los mares y el açaí. La estimación de la pareja es servir de 1.000 a 1.500 platos al día. El número impresiona, pero lo que importa es otra métrica: cuantas personas activa esta cadena de producción, cuántas compran en el barrio se multiplican, cuánto bosque queda en pie cuando la cadena privilegia lo que es del territorio.

El “Prato Firmeza Amazônia”, iniciativa de Énois, fue un puente. El proyecto no es un catálogo de restaurantes. Es una política pública no institucionalizada que mapea, forma, comunica y proyecta emprendedores de comida que nace de las comunidades tradicionales y periferias. Al conectar comunicación comunitaria, soberanía alimentaria y justicia climática, ofrece argumentos y métodos para lo que la FAO reconoce como sistemas alimentarios resilientes: diversidad de cultivos, manejo tradicional, respeto a los ciclos, uso integral de ingredientes y economía de proximidad. “Sin justicia alimentaria, no hay justicia climática”, repite el equipo de Prato Firmeza como quien devuelve la centralidad a quienes plantan, pescan, recolectan y cocinan. Cuando la COP prohíbe el tucupi, la maniçoba y el açaí en ciertos espacios, el mensaje es duro: la modernidad todavía tiene dificultades en aceptar que la solución esta en la quinta de quien siempre alimento a la ciudad. La respuesta, entonces, es resistir. Es cocinar y explicar, con paciencia, por que ciertas técnicas son ciencia, por qué ciertos rituales son salud, por que algunos planos preservan a los ríos y a las personas.

En esta narrativa, la culinaria indígena entra no como un aderezo exótico, sino como un método sofisticado de gobernanza ambiental. El caxiri preparado por Carla Wisu en el Alto Río Negro no es apenas una bebida. Es un calendario de cuidados con el cuerpo, con la mandioca, con el momento adecuado para la manicuera. Es tecnología social que organiza a la comunidad y reafirma los límites. “Caxiri no se hace de cualquier manera”, dice Carla, recordando que la ética de la preparación también es ética del territorio. En Belem, Orleidiane Tupaiú muestra que la receta tradicional es política de prevención en salud, cultura viva y respuesta concreta a la inseguridad alimentaria. En Manaos, la Casa Biatuwi, de Clarinda Sateré-Mawé, transforma el acto de servir en una devolución de dignidad, al mismo tiempo escuela y restaurante, curando el cuerpo con los remedios de la finca y reparando las ausencias que produce la ciudad.

La periodista y coordinadora de Prato Firmeza Amazônia, Jéssica Mota, recoloca a la COP en su eje de humanidad. Ella nos recuerda que el proceso oficial tiene su tiempo, pero que las respuestas de los territorios corren en otro ritmo, más rápido y eficaz. La alimentación y el clima, dice, aún están gateando en los salones diplomáticos. Del lado de afuera, sin embargo, el debate maduró porque la urgencia apretó a la vida real. “Las personas ya tienen respuestas. Falta mirarlas y valorarlas, como hace la Amazonia”, defiende. El chef e investigador Thiago Castanho completa: la Amazonia precisa saltar del estereotipo al protagonismo. Mientras el mundo discute cómo alimentar a las poblaciones de forma regenerativa, pueblos indígenas y comunidades tradicionales practican soluciones hace siglos, en agroforesterías de patio, en mercados de barrio, en técnicas de conservación que dispensan de la refrigeración y en las decisiones que respetan el río que sube y baja.

El Delicias Quilombolas es uno de estos puntos de luz. Empresa de familia, con hijos y sobrinas en la cocina que no desperdicia nada, cuyo menú cuenta la historia de migración quilombolo y ciudad. En la COP30, su puesto también será una clase. Quien pruebe el frito del vaquero entenderá en su boca lo que los relatos andan diciendo: que existen manera de comer que emiten menos, regeneran más, fortalecen redes de mujeres, mantienen a jóvenes en el territorio y devuelven orgullo a quien cocina. Quien para a conversar puede escuchar de Ana Maria como el calor cambio el punto del pescado, como el precio del aceite forzó la creatividad, como la mandioca sigue sustentando la soberanía. Puede descubrir, con Eduardo, porque la logística es parte de la política climática, porque estandarizar sin pasteurizar es tan difícil, porque cada real gastado en una comida local se convierte en obras de saneamiento, material escolar y gas en el barrio.

Prato Firmeza, Ana, Eduardo y tantos otros muestran que la cocina amazónica es mucho más que sabor. Es matriz de bajo carbono que no precisa patente, es infraestructura social que el poder público se empeña en ignorar, es agenda de transición justa que comienza en la feria y termina en la salud. Cuando una conferencia global se instala en Belem, todo esto queda aún más en evidencia. La ciudad que recibe a la diplomacia es la misma que amanece en marea alta, que enfrenta la logística del calor, que inventa mercados, quintas y rutas de barco para que la comida llegue. Es justo que la COP escuche este coro y que la economía que la rodea aprenda con quien cocina el bosque sin destruirlo.

Al final del día, la cena que importa es simple. Una olla grande, una carne que chisporrotea en el punto justo, en açaí espeso con «harina de baguda». Del otro lado del mostrador, gente del mundo entero se da cuenta de que la justicia climática también se como y que, para existir, la misma depende del reconocer a quien ya la práctica. Delicias del Bosque y Prato Firmeza no piden aplausos. Piden continuidad, sociedad, compras recurrentes, políticas públicas y respeto. Si eso se da, la Amazonia seguirá enseñando, plato a plato, como preservar para existir y resistir.